lunes, octubre 03, 2005

La sangre digna de los dioses


Fue lo más placentero que había sentido en toda su vida, jamás imaginó que tal placer fuera posible, no quería terminar... Estaba extasiado, como atontado por lo inmensamente sabroso de la experiencia y una hermosa sensación de tibieza invadía su cuerpo.

Tenía 600 años de vida y se reprochó el haberlo hecho hasta ese día. Cuánto tiempo perdido: "Si lo hubiera descubierto algunos siglos antes", se repetía a cada momento.

Sabía que estaba transgrediendo la ley, que el castigo por aquella acción podía ser terrible... pero valía la pena; oh sí, claro que valía la pena. Pensó que podía soportar siglos de castigo por un segundo de aquel placer.

Hasta ese día sus víctimas habían sido seres humanos, pero junto a Ella los seres humanos resultaban algo vulgar, deplorable. El sólo recordar todas las ocasiones en que le había extraído la vida a los seres humanos, le causaba asco, repugnancia... Ella era más digna de él, de los de su especie... su sangre sí era alimento digno de los dioses. ¿Un ser humano?, después de aquello, ¡jamás!, sería preferible morir de sed por toda la eternidad.

Nunca había probado sangre tan exquisita, tan sabrosa, tan hermosamente irresistible; su aroma, su consistencia, su textura entre la lengua y los labios, su sabor... ¡Oh Dioses! ¡Qué bello era todo!... Al tacto le pareció casi tan placentera como al beberla. Sostenía el cuerpo de su víctima junto al suyo en aquel cuarto oscuro, mientras le quitaba la vida en medio de un placer tan arrebatador que casi le hacía perder el sentido... Un verdadero éxtasis.
Pero terminó, la experiencia llegó a su fin a pesar de los deseos del asesino por continuar; el hermoso cuerpo de su víctima, ya sin vida, fue depositado en la cama del cuarto.

Antes de partir la miró sin dejar de sentir un poco de tristeza por ella -le estaría por siempre agradecido-, una adolescente de apenas 15 años que le había mostrado el placer, es decir, el verdadero placer.

En un arrebato, el vampiro se acercó al ángel, le acarició las mejillas, pasó las yemas de sus dedos con sumo cuidado por las bellas alas, tan blancas como seguramente lo había sido el alma de su dueña; le besó la frente sintiendo un amor tan grande como nunca antes lo había sentido por alguien... Le besó los labios con enorme ternura y salió de la habitación por la ventana, con el cerebro latiéndole lenta y tibiamente después de aquel orgasmo; y mientras pensaba que pronto tendría que repetir el banquete, se perdió en la oscuridad de la noche de la lúgubre Ciudad de México.

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