jueves, octubre 06, 2005

El evangelio según San Judas


Sobre Penumbria las nubes siempre prometen tormenta, pero se trata de una promesa que nunca se cumple; aquí “sólo se piensan pensamientos de las cinco de la tarde y quizá por eso los libros redactados en Penumbria son libros para leer en el ocaso”.

Es un hada oscura, “tan oscura que de ella no pervive nada sino el testimonio de su cólera”, la responsable de que en Penumbria siempre sean las cinco de la tarde. “Pero, aunque la luz es la misma siempre, hay un sol y una luna que indican ‘ahora es de día’ o ‘ahora es de noche’, que sirven para hablar del ayer, del hoy, en ocasiones del mañana, sin que haya el oscurecimiento ni la luminosidad correspondientes a la noche y al día, pues la ciudad irradia esa luz ambarina con el objeto de que sean, eternamente, las cinco de la tarde”.

La ciudad tiene varios lugares de interés, uno de ellos es la tienda de antigüedades del perverso Mefisto, “modesto repertorio de bizarrías” le llama él. Y es en el sótano donde guarda sus tesoros: “un collar de amatistas ‘para regalar a la esposa el día de su cumpleaños’, del que nadie puede desembarazarse una vez que ha ceñido el cuello y que va reduciendo su diámetro hasta estrangularnos; un reloj que da la hora sólo momentos antes de la muerte de su dueño; un retrato que cobra vida, se sale del cuadro y merodea por la tienda cuando Mefisto se va; un pequeño bailarín que toma proporciones gigantescas mientras duerme el niño o la niña a quien lo obsequiaron; un huevo de jade que al ser agitado emite una risa diabólica; un caballito de carrusel que relincha, voltea la cabeza y se encabrita para horror del jinete; una llave de plata que, suspendida en el aire, busca el ojo de la cerradura más arbitrario, ya sea de la puerta que nos conduce al infierno o el de la que nos lleva al paraíso, y que nos obliga a seguir su curso hasta llegar a esa puerta y abrirla...”

Pero de todos los lugares de interés sobresale la torre de Johan Rudisbroeck, “tan alta que se pierde entre las nubes”. La maldición del hada oscura tiene su origen en esa torre.

Johan Rudisbroeck “vivía entregado a grimorios, al opio, a la composición de sonetos eróticos y sobre todo a sus autómatas, a sus terribles muñecos inanimados, a sus maniquíes de pesadilla que, bajo las manos incansables de aquel artífice, parecían escuchar, mirar, oler con una intensidad mayor que la de los hombres. Algo sagrado, algo infernal desplazaba a esos robots por las escaleras de caracol y por el sombrío jardín interior de Rudisbroeck; los hacía hablar, cantar o reír con sus voces metálicas, los hacía bailar con sus piernas de hierro, fregar platos, barrer patios atestados de hojas muertas, desempolvar anaqueles...” Un día realizó su obra maestra, entonces se olvidó de sus otros golems, “de modo que éstos detuvieron sus faenas y quedaron inmóviles, oxidados por la lluvia”.

Una invitación para Rudisbroeck. Una maravillosa iniciación sexual. Un plan que parecía perfecto. Una promesa de felicidad. Un plan saliéndose de control. Un asesinato. Infelicidad. Cólera... Entonces la maldición cae sobre Penumbria.

Un viajero desea conocer todo lo concerniente al enigma que rodea a la tierra de la tarde eterna.

El hombre que por amor al misterio había entrado a Penumbria -y que por odio al misterio saldría de ella- leyó al fondo del teatro en tinieblas:

PAPÁ FRITZ Y SU GRAN GUIÑOL
VUELVEN A PENUMBRIA
OFRECIENDO NUEVOS
CAPRICHOS DE LA NATURALEZA
EN UN ESPECTÁCULO INOLVIDABLE
DE
PORNOGRAFÍA MÁGICA

Entonces comenzaron las primeras escenas del primer acto de la primera obra, extrañamente llamada “La Cristofagia o el Evangelio según San Judas”, una pieza en dos actos y una moraleja.

La imagen de las gaviotas posadas en el olivo fue borrándose paulatinamente, como si la cubriera el agua. Y una nueva imagen tomó su lugar: la de un hombre desnudo, muy delgado, clavado en una cruz, mirándonos con algo parecido al odio. La cruz dominaba, desde lo alto de una colina verdeante, paisajes de color y movimiento difusos: ora rojos, ora negros, ora llenos de gente, ora vacíos... Resultaba imposible distinguir escenas concretas o atrapar imágenes claras. El único elemento constante era el hombre de la cruz, en quien se reconocía ya, mudo y sangrante, al Cristo de los pintores y de los poetas, aunque sin Dimas ni Gestas ni romanos ni fieles. ¿De quién era la silueta, firme y a la vez trémula, que se acercaba por la derecha...? “¡San Pedro!”, dijo una voz, la de Papá Fritz acaso. Hubo un acercamiento a la cara curtida del viejo apóstol. Copiosas gotas de sudor se mezclaban con las gruesas gotas de saliva que resbalaban por su quijada. Tenía hambre, un hambre feroz. Voces andróginas llenaron el aire, murmurando: “Lo bajan de la cruz... Lo bajan de la cruz...” y el rostro de San Pedro se iluminó, cambió, pasó sucesivamente a ser la de una linda muchacha de labios rojos, el de un perro, el de un lobo, el de un monje con los dientes cariados y por último el del Cristo mismo... Lo bajan de la cruz, insistían las voces, mientras la imagen (en aquel escenario fuera del tiempo y del espacio) proponía ahora un banquete caníbal, cuyos concurrentes fueron siendo nombrados: Mateo, Juan, Lucas, Marcos, Pedro...

Y del manjar, del divino manjar, pronto quedó sólo un montón de huesos y de vísceras que los buitres fueron disputándose ante mis ojos horrorizados...

El primer acto de la función terminó cuando, salido del tétrico festín, uno de los buitres dejó caer entre el público un muñón semidevorado y la voz, la inconcebible voz de Cristo, pronunció estas palabras:

“¡Tomadme, tomadme si me amáis...! ¡No hay mejor hostia que mi sagrado cuerpo...!”

Después vendrían otros actos desconcertantes, actos en los que se violarían las leyes de la física.

Pero no es posible que suceda de otra forma: Penumbria es una tierra fecunda en prodigios. Un lugar donde todo ocurre durante una especie de delirio cruel en el que todo es posible y nada sorprende a nadie.
Emiliano González nos habla de todo esto en Rudisbroeck o Los autómatas (extracto de Los sueños de La Bella Durmiente).

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